Retrato del Colonizado - Parte 1

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13 abril, 2019 Por Albert Memmi

1 - RETRATO MÍTICO DEL COLONIZADO

Nacimiento del mito

 

Exactamente del mismo modo en que la burguesía propone una imagen del proletario, la existencia del colonizador reclama e impone una imagen del colonizado. Sin esas coartadas las conductas del colonizador y del burgués, sus propias existencias, parecerían escandalosas. Pero alentamos la mistificación precisamente porque les sienta demasiado. 

 

Sea, en este retrato-acusación, el rasgo de la pereza. Parece recoger la unanimidad de los conquistadores, desde Liberia hasta Laos, pasando por el Maghreb. Es sencillo ver hasta qué punto esta caracterización es cómoda. Ocupa un lugar importante en el juego dialéctico “dignificación del colonizador — depreciación del colonizado”. Por lo demás, es fructuosa desde el punto de vista económico. 

 

Nada podría legitimar mejor el privilegio del colonizador que su trabajo; nada podría justificar mejor la miseria del colonizado que su ociosidad; En consecuencia, el retrato mí- lico del colonizado comprenderá una pereza increíble. El del colonizador, una virtuosa devoción por la acción. Simultáneamente, el colonizador sugiere que el trabajo del colonizado es poco rentable, lo que autoriza a pagarle salarios inverosímiles. 

 

Puede parecer que la colonización hubiera alcanzado a disponer de un personal consumado. Nada menos cierto. El obrero calificado, que existe entre los símil-colonizadores reclama una paga tres o cuatro veces superior a la del colonizado; ahora bien: no produce tres o cuatro veces más, ni en cantidad ni en calidad. Es más económico emplear tres colonizados que un europeo. Es cierto que toda empresa requiere especialistas, pero se trata de un minimum, que el colonizador importa o recluta entre los suyos. Sin contar los miramientos y la protección legal justamente exigidos por el trabajador europeo. Al colonizado no se le piden sino sus brazos y no es sino eso: por lo demás, sus brazos se cotizan tan mal que es posible alquilar tres o cuatro pares por el precio de uno. 

 

Por lo demás, escuchándolo se descubre que el colonizador no está tan indignado por esta pereza real o supuesta. Habla de ella con una divertida complacencia, bromea a su respecto; retorna todas las expresiones habituales y las perfecciona, inventa otras. Nada es suficiente para caracterizar la extraordinaria deficiencia del colonizado. Se torna lírico, pero de un lirismo negativo: el colonizado no tiene un pelo en la mano  sino una caña, un árbol, ¡y qué árbol!, un eucalipto, un pino, ¡un roble centenario de América! ¿un árbol? no, ¡una selva!, etc. 

 

    Pero, se insistirá, ¿es verdaderamente perezoso el colonizado? Para decir verdad, la pregunta está mal planteada. Además de que haría falta definir un ideal de referencia, una norma, variable de pueblo a pueblo, ¿puede acusarse de pereza a todo un pueblo? Puede sospechárselo de individuos, incluso de individuos numerosos dentro de un mismo grupo; preguntarse si su rendimiento no es mediocre, si la subalimentación, los salarios bajos, el porvenir bloqueado, un significado irrisorio de su rol social no quitan al colonizado todo interés por su tarea. Lo sospechoso es que la acusación no se dirige sólo a la mano de obra agrícola o al habitante de las villas miseria, sino también al profesor, al ingeniero o al médico que suministran la misma cantidad de horas de trabajo que sus colegas colonizadores; o sea que se dirige, finalmente, a todos los individuos del grupo colonizado. Lo sospechoso es la unanimidad de la acusación y la globalidad de su objeto; de manera que ningún colonizado se salva de ella ni podría salvarse nunca. Es decir: la independencia de la acusación de toda condición sociológica o histórica. 

 

De hecho, no se trata en absoluto de una connotación objetiva, en consecuencia diferenciada, en consecuencia susceptible de probables transformaciones, sino de una institución: por medio de su acusación, el colonizador instituye al colonizado como ser perezoso. Decide que la pereza es constitutiva de la esencia del colonizado. Una vez establecido esto, se torna evidente que el colonizado no sería nunca otra cosa que perezoso cualquiera fuese, la función que asumiere o el celo que desplegare en su cumplimiento. Volvemos aquí siempre al racismo, que es en buena medida una sustantificación, en beneficio del acusador, de un rasgo real o imaginario del acusado. 

 

Es posible retomar idéntico análisis a propósito de cada uno de los rasgos adjudicados al colonizado. 

 

Cuando el colonizador afirma en su lenguaje que el colonizado s un débil, sugiere por allí que esta deficiencia reclama la protección. De donde surge, fuera de broma —yo lo he oído a menudo— la noción de protectorado. Es en el propio interés del colonizado que se lo excluye de las funciones de dirección reservándose al colonizador esas pesadas responsabilidades. Cuando el colonizador agrega, para no entregarse a la solicitud, que el colonizado es un ignorante perverso, de malos instintos, ladrón y un poco sádico, legitima al mismo tiempo su policía y su justa severidad. Es muy necesario defenderse de las peligrosas tonterías de un Irresponsable. Y también —meritoria preocupación— ¡defenderlo de sí mismo! Del mismo modo con respecto a ¡a falta de necesidades del Colonizado, su ineptitud para el confort, para la técnica, para el progreso, su sorprendente familiaridad con la miseria: ¿por qué habría de preocuparse el colonizador de lo que no inquieta para nada al interesado? Sería hacerle un flaco favor, .agrega con filosofía audaz y sombría, obligarlo a las servidumbres de la Civilización. ¡Vamos! Recordemos que la sabiduría es oriental, aceptamos, como él lo hace, la miseria del colonizado. Del mismo modo aún, con respecto a la mentada ingratitud del colonizado, sobre la cual han insistido autores a los que se llama serios: recuerda al mismo tiempo todo lo que el colonizado debe al colonizador, que todas esas buenas acciones están perdidas y que es inútil pretender enmendar al colonizado. 

 

Es notable que este cuadro no necesite de nada más. Por ejemplo, es difícil hacer concordar entre sí a la mayor parte de estos rasgos, proceder a su síntesis objetiva. No se ve porqué el colonizado sería al mismo tiempo inferior y malvado, perezoso e ignorante. Podría haber sido inferior y bueno, como el buen salvaje del siglo xviii, o pueril y duro para el trabajo, o perezoso y astuto. Más aún: los rasgos adjudicados al colonizado se excluyen entre sí, sin que eso perturbe a su fiscal. Se lo pinta al mismo tiempo frugal, sobrio, sin amplias necesidades y engullendo repugnantes cantidades de carne, grasa, alcohol o cualquier otra cosa; como un cobarde que teme sufrir y como un bruto al que no detienen ninguna de las inhibiciones de la civilización, etc. Prueba suplementaria de que es inútil buscar esta coherencia fuera del colonizador mismo. En la base de toda la construcción finalmente, se encuentra una dinámica única: la de las exigencias económicas y afectivas del colonizador, que reemplaza para él a la lógica, impone y explica cada uno de los rasgos que adjudica al colonizado. En definitiva, todos son ventajosos para el colonizador, incluso aquellos que a primera vista, le serían perjudiciales. 

 

La deshumanización 

 

Es que en verdad, al colonizador le importa poco el colonizado. Lejos de querer aprehender al colonizado en su realidad, su preocupación es hacerle sufrir esta indispensable transformación. Y el mecanismo de esa remodelación del colonizado es esclarecedor por sí mismo. 

En primer lugar consiste en una serie de negaciones. El colonizado no es esto, no es aquello. Nunca es considerado positivamente; o si lo es, la cualidad que se le concede deriva de una carencia psicológica o ética. Así sucede con la hospitalidad árabe, que difícilmente puede pasar por ser un rasgo negativo. Si se presta atención a ello, se descubre que el elogio es formulado por los turistas, por europeos de paso, pero no por los colonizadores, es decir, los europeos instalados en la colonia. En cuanto se establece en el lugar, el europeo no aprovecha más de esta hospitalidad, detiene los intercambios, contribuye a la erección de barreras. Muy pronto cambia de paleta para pintar al colonizado, que se convierte en celoso, encerrado en sí mismo, exclusivista, fanático. ¿En qué se convierte la mentada hospitalidad? Ya que no puede negar su existencia, el colonizador hace resaltar sus sombras y las consecuencias desastrosas que puede tener. 

 

Provine de la irresponsabilidad y de la prodigalidad del colonizado, que carece del sentido de la previsión, de la economía. Desde el notable hasta el fellah las fiestas son bellas y generosas, en efecto, pero ¡veamos en qué terminan! El colonizado se arruina, toma dinero prestado y finalmente paga con el dinero de los otros. ¿Se habla, por el contrario, de la modestia de la vida del colonizado? ¿De su no menos mentada falta de necesidades? Esto no prueba en mayor medida su sabiduría, sino su estupidez. Es como si, por fin, todo rasgo reconocido o inventado debiera ser indicador de una negatividad. 

 

De este modo se reducen a polvo, una tras otra, todas las cualidades que hacen del colonizado un hombre. Y la humanidad del colonizado, negada por el colonizador, se torna efectivamente opaca para éste. Es inútil, pretende, intentar prever las conductas del colonizado (« ¡Son imprevisibles!»... « ¡Con ellos nunca se sabe!»). Una impulsividad extraña e inquietante, parece dirigir al colonizado. En realidad debe ser bastante raro el colonizado para seguir siendo tan misterioso después de tantos años de cohabitación... o es preciso pensar que el colonizador tiene poderosas razones para aferrarse a esta ilegibilidad. 

 

Otra señal de esta despersonalización del colonizado: lo que se podría denominar la marca del plural. Nunca se caracteriza al colonizado de un modo diferencial; no tiene derecho sino a la sumersión dentro del colectivo anónimo. («Ellos son así... ellos son todos iguales»). Si la sirvienta colonizada deja de venir una mañana, el colonizador no dirá que ella está enferma, o que ella lo engaña o que ella intenta no respetar un contrato abusivo. (Siete días por semana; las sirvientas colonizadas gozan raramente del descanso hebdomadario que se acuerda a las demás.) Afirmará que «no se puede contar con ellos». Y esto no es una cláusula de estilo. Él se niega a encarar los acontecimientos personales, particulares de la vida de su sirvienta; esta vida en su especificidad no le interesa, su sirvienta no existe como individuo. 

 

Finalmente, el colonizador niega al colonizado el derecho más precioso reconocido a la mayoría de los hombres: la libertad. Las condiciones de vida que la colonización impone al colonizado no la tienen en absoluto en cuenta; inclusive no la suponen. El colonizado no dispone de salida alguna para abandonar su estado de desgracia: ni salida jurídica (la naturalización), ni salida mística (la conversión religiosa). El colonizado no es libre para elegirse colonizado o no colonizado. 

 

¿Qué puede quedarle al término de este obstinado esfuerzo de desnaturalización? Seguramente no es más un alter ego del colonizador. Es apenas, aún, un ser humano. Pero tiende rápidamente hacia el objeto. Ambición suprema del colonizador en su límite, debería no existir más que en función de las necesidades del colonizador, es decir, hallarse transformado en colonizado puro. 

 

Puede verse la extraordinaria eficacia de esta operación. ¿Qué clase de deber serio puede tenerse hacia un animal o una cosa, aquello a lo que el colonizado se va pareciendo cada vez más? Se comprende entonces que el colonizador se permita actitudes y juicios tan escandalosos. Un colonizado conduciendo un automóvil es un espectáculo al que el colonizador se rehúsa a habituarse; le niega toda normalidad, como si fuera una pantomima simiesca. Un accidente, aunque fuera grave, que afecta al colonizado, hace reír casi. El ametrallamiento de una multitud de colonizados, hace que se encoja de hombros. Por otra parte, una madre indígena que llora la muerte de su hijo, una esposa indígena que llora a su marido, no le recuerdan sino vagamente el dolor de una madre o de una esposa. Si llegara a nacer su compasión esos gritos desordenados, esos gestos insólitos, bastarían para reenfriarla. Últimamente un autor nos contaba con gracia cómo se arreaba hacia grandes jaulas, como se hace en las cacerías, a los indígenas sublevados. El hecho de que se haya imaginado primero y luego osado construir esas jaulas, y quizá más todavía, el que se haya permitido a los reporteros fotografiar las capturas, prueba en buena medida que, en el espíritu de sus organizadores, el espectáculo no tenía ya nada de humano. 

 

La mistificación 

 

No sorprende que este delirio de destrucción del colonizado, nacido de las exigencias del colonizador, les responda tan precisamente, que parezca confirmar y justificar la conducta del colonizador. Más notable, quizá más nocivo, es el eco que suscita en el propio colonizado. ¿Cómo habría de reaccionar éste, confrontado constantemente con esta imagen de sí mismo, propuesta, impuesta tanto en las instituciones cuanto en todo contacto humano? Esa imagen no puede dejarlo indiferente como si estuviera como enchapado con ella desde el exterior, como si fuera un insulto que vuela con el viento.. Termina por reconocerla, como si fuera un apodo aborrecido pero convertido en signo familiar. La acusación lo perturba, lo inquieta, tanto más cuanto que admira y teme a su poderoso acusador. ¿No tendrá éste un poco de razón? murmura. ¿No seremos a pesar de todo nosotros un poco culpables? ¿Perezosos, dado que tenemos tantos desocupados? ¿Timoratos, dado que nos dejamos oprimir? Ese retrato mítico y degradante, querido y difundido por el colonizador, termina por ser aceptado y vivido en cierta medida por el colonizado. Adquiere de este modo cierta realidad y contribuye al retrato real del colonizado. 

 

Ese mecanismo no es desconocido: se trata de una mistificación. Es sabido que la ideología de una clase dirigente se hace adoptar en gran medida por las clases dirigidas. Pues bien: toda ideología de combate comprende, como parte integrante de sí misma, una concepción del adversario. Consintiendo esta ideología, las clases dominadas confirman en cierto modo, el papel que se les ha asignado. Lo que explica, entre otras cosas, la relativa estabilidad de ‘as sociedades; en ellas la opresión es tolerada, de buen o mal grado, por los propios oprimidos. En la relación colonial, la dominación se ejerce de pueblo a pueblo, pero el esquema sigue siendo el mismo. La caracterización y el papel del colonizado ocupan un lugar preponderante en la ideología colonizadora; caracterización infiel a la realidad, incoherente en sí misma, pero necesaria y coherente en el interior de esta ideología. Ya la cual el colonizado presta su asentimiento, perturbado, parcial, pero innegable. 

 

He aquí la única parcela de verdad que contienen estas nociones a la moda: complejo de dependencia, colonizabilidad, etcétera… - Con toda seguridad existe —en un punto de su evolución— cierta adhesión del colonizado a la colonización. Pero esta adhesión es resultado de la colonización, y no su causa; nace después y no antes de la ocupación colonial. Para que el colonizador sea totalmente el amo, no basta con que lo sea objetivamente; es preciso además que crea en su legitimidad. Y para que esta legitimidad sea completa, no basta con que el colonizado sea objetivamente esclavo; es preciso que se acepte esclavo. En resumen, el colonizador debe ser reconocido por el colonizado. El vínculo entre colonizador y colonizado es, de este modo, destructor y creador. Destruye a los dos actores de la colonización y los recrea en colonizador y colonizado: uno de ellos se desfigura en opresor, ser parcial, incivil, tramposo, preocupado sólo por sus privilegios y su defensa a cualquier precio; el otro en oprimido, quebrado en su desarrollo, transigente frente a su aplastamiento. 

 

Del mismo modo en que el colonizador intenta aceptarse como colonizador, el colonizado se halla obligado a aceptarse como colonizado para sobrevivir. 

 

2 - SITUACIÓN DEL COLONIZADO 

 

Hubiera sido demasiado hermoso que ese retrato mítico se mantuviera como un puro fantasma, una mirada lanzada sobre el colonizado sin otro efecto que calmar la conciencia del colonizador. Pero compelido por las mismas exigencias que lo suscitaron, no puede dejar de traducirse en conductas efectivas, en comportamientos actuantes y constituyentes. 

 

Desde que se presume que el colonizado es ladrón, es preciso cuidarse efectivamente de él. Siendo sospechoso por definición, ¿por qué no habría de ser culpable? Han robado alguna ropa blanca (incidente, frecuente en esos países de sol, donde la ropa lavada se seca al viento y provoca a los que están desnudos). ¿Quién será culpable sino el primer colonizado detectado en la zona? Y dado que quizá sea él, se va hasta su casa y se lo conduce al destacamento de la policía. 

 

« ¡Linda injusticia!» —replica el colonizador—. «Una de cada dos veces se acierta. Y, de todos modos, el ladrón es un colonizado; si no se lo encuentra en la primera choza, está en la segunda.» 

 

Lo cual es exacto: el ladrón (quiero decir el ladronzuelo), se recluta efectivamente entre los pobres, y los pobres entre los colonizados. Pero, ¿debe concluirse acaso de esto que todo colonizado sea un ladrón y deba ser tratado como tal? 

 

Conductas como ésta, comunes al conjunto de los colonizadores y que se dirigen al conjunto de los colonizados, en consecuencia, van a expresarse en instituciones. Dicho de otro modo, definen e imponen situaciones objetivas que cercan al colonizado y pesan sobre él hasta el punto de desviar su conducta y grabar arrugas en su rostro. Globalmente, esas situaciones serán situaciones de carencia. A la agresión ideológica que tiende a deshumanizalo primero y a mistificarlo luego, corresponden en resumidas cuentas, situaciones concretas que apuntan al mismo resultado. Estar mistificado es ya, poco o mucho, avalar el mito y conformar a él la propia conducta, es decir, proceder de acuerdo al mismo. Y sucede que aquel mito, además, está sólidamente apoyado sobre una organización bien real, una administración estatal y una jurisdicción, y lo alimentan y renuevan las exigencias históricas, económicas y culturales del colonizador. Aunque el colonizado fuera insensible a la calumnia y al desprecio, aunque se encogiera de hombros ante el insulto o el atropello ¿cómo habría de escapar a los salarios bajos, a la agonía de su cultura, a la ley que lo rige desde su nacimiento hasta su muerte? 

 

Del mismo modo en que no puede escapar a la mistificación colonizadora, no sabría sustraerse a esas situaciones concretas, generador de carencias. En cierta medida, el retrato real del colonizado es función de esta conjunción. Invirtiendo una fórmula precedente, podemos decir que la colonización fabrica colonizados así como hemos visto que fabrica colonizadores. 

 

El colonizado y la historia… 

 

La carencia más grave que experimenta el colonizado la constituye el hallarse situado fuera de la historia y fuera de la ciudad. La colonización le suprime toda participación libre así en la guera como en la paz, toda decisión que contribuya al destino del mundo y al propio, toda responsabilidad histórica y social. 

 

Ciertamente suele suceder que los ciudadanos de los países libres, sumidos en el abatimiento, se digan que no son nada en los asuntos de la nación, que su acción es irrisoria, que sus voces no se escuchan, que las elecciones son fraudulentas. La prensa y la radio están en manos de unos pocos, no pueden impedir la guerra ni exigir la paz, ni siquiera obtener de sus elegidos que respeten, una vez electos, aquello por lo que se los envió al Parlamento... Pero en seguida reconocen que tienen el derecho de hacerlo; el poder potencial si no efectivo: que son engañados o están cansados, pero no son esclavos. Son hombres libres momentáneamente vencidos por la astucia o aturdidos por la demagogia. Y a veces, excedidos, montan en súbitas cóleras, quiebran sus cadenas de piolín y trastruecan los pequeños cálculos de los políticos. La memoria popular conserva un orgulloso recuerdo de esas justas tempestades periódicas. Bien pensado, más bien se acusarían de no rebelarse más a menudo; después de todo, son responsables de su propia libertad y si por fatiga o debilidad, o escepticismo dejan de utilizarla, merecen su castigo. 

 

El colonizado en cambio, no se siente ni responsable, ni culpable, ni ‘escéptico: está fuera de juego. De algún modo no es más sujeto de la historia; seguramente soporta su peso, a menudo más cruelmente que los demás, pero siempre como objeto. Ha terminado por perder la costumbre de toda participación activa en la historia y ya ni siquiera la reclama. Por poco que dure la colonización, pierde hasta el recuerdo de su libertad; olvida lo que cuesta o ya no se atreve a pagar su precio. Si así no fuera, ¿cómo explicar que una guarnición de algunos hombres pueda mantenerse en un puesto de montaña? ¿O que un puñado de colonizadores, a menudo arrogantes, pueda vivir en medio de una muchedumbre de colonizados? Hasta los propios colonizadores se asombran de esto y de allí deriva que acusen al colonizado de cobardía. En realidad, la acusación es demasiado ufana: saben perfectamente que si se vieran amenazados su soledad se quebraría rápidamente: todos los recursos de la técnica, teléfonos, telegramas, aviones, pondrían a su disposición, en pocos minutos, medios increíbles de defensa y destrucción. Por cada colonizador muerto, centenares, millares de colonizados han sido o serán exterminados. La experiencia ha sido demasiado a menudo renovada —quizás provocada— como para convencer al colonizado de la inevitable y terrible sanción. Todo ha sido puesto en acción para borrar en él el coraje de morir y de afrontar la visión de la sangre. 

 

Resulta tanto más claro que, si se trata en buena medida de una carencia nacida de una situación y de la voluntad del colonizador, no se trata sino de eso. Y no de una suerte de impotencia congénita para asumir la historia. Esto ya lo prueba la misma dificultad del condicionamiento negativa, la obstinada severidad de las leyes. Mientras los pequeños arsenales del colonizador gozan de una indulgencia plenaria, el descubrimiento de un arma oxidada en poder de colonizado comporta un castigo inmediato. La famosa fantasía no es sino un número de animal doméstico al que se le pide que ruja como otrora para dar escalofríos a los invitados. Pero el animal ruge muy bien; y la nostalgia de las armas está siempre allí, integra todas las ceremonias, del Norte al Sur del África. La carencia guerrera parece proporcional a la importancia de la presencia colonizadora; las tribus más aisladas son las que se mantienen más dispuestas a servirse de sus armas. Esto no es una prueba de salvajismo, sino de que el condicionamiento no se halla suficientemente alimentado. 

 

Es por esto, igualmente, que la experiencia de la última guerra fue tan decisiva. No Sólo, corno se dijo, porque haya enseñado imprudentemente a los colonizados la técnica de la guerrilla. Sino porque les recordó, les sugirió, la posibilidad de una conducta agresiva y libre. Los gobiernos europeos que, después de esta guerra, prohibieron la proyección en las salas coloniales de películas como La batalla del riel, no estuvieron equivocados desde su punto de vista. Los westerns americanos, las películas de gangsters, los cortos de propaganda de guerra, ya mostraban —y esto se les objetó— la forma de utilizar un revólver o una metralleta. El argumento no basta. El significado de las películas de resistencia es completamente diferente: los oprimidos, apenas armados o totalmente desarmados, se atrevían a atacar a sus opresores. 

 

Un poco más tarde, cuando estallaron las primeras revueltas en las colonias, los que no comprendieron su sentido se tranquilizaron al contar el número de combatientes activos, al ironizar sobre su insignificancia. En efecto, el colonizado duda antes de retomar en sus manos su destino. ¡Pero el sentido del acontecimiento sobrepasaba en tal medida su peso aritmético! ¡Algunos colonizados ya no temblaban frente al uniforme del colonizador! Se han hecho chistes acerca de la insistencia de los rebeldes en vestirse de color caqui y de manera homogénea. Seguramente esperan ser tratados como soldados. Pero hay algo más en esta obstinación: ellos reivindican la librea de la historia, se visten con ella; porque hoy en día _lamentablemente, sea— la historia está vestida de militar. 

 

El colonizado y la ciudad 

 

Lo mismo sucede con los asuntos de la ciudad: “No son capaces de gobernarse solos”, dice el colonizador. “Es por eso, explica, que no les permito... y no les permitiré nunca jamás acceder al gobierno.” 

 

El hecho es que el colonizado no gobierna. Que hallándose estrictamente alejado del poder, termina en efecto por perder la costumbre y el gusto por él. ¿Cómo habría de interesarle en algo de lo que se halla tan decididamente excluido? .Loa colonizados no son ricos en hombres de gobierno. ¿Cómo habría de suscitar competencias una ausencia tan larga del poder autónomo? ¿Puede prevalerse el Colonizado de este presente falsificado para obstruir el porvenir? 

 

A causa de que las organizaciones coloniales tienen reivindicaciones nacionalistas, e concluye a menudo que el colonizado es chauvinista Nada menos cierto Por el contrario, se trata de una ambición y de una técnica de reunión que apela a motivos pasionales Excepción hecha de los militantes de este renacimiento nacional, los signos habituales del chauvinismo —amor agresivo a la bandera, utilización de canciones patrióticas, conciencia aguda de pertenecer a un mismo organismo nacional_ son raros en el Colonizado Se repite que la Colonización ha precipitado la toma de conciencia nacional del Colonizado Podría afirmarse igualmente que ha moderado su ritmo, al mantener al Colonizado fuera de las condiciones objetivas de la nacionalidad contemporánea. ¿Es acaso una coincidencia que los pueblos colonizados sean los últimos en nacer a esta conciencia de sí mismos? 

 

El Colonizado no goza d ninguno de los atributos de la nacionalidad; ni de la propia, que es dependiente, discutida, reprimida ni, de la del colonizador No puede en absoluto estar unido a la una ni reivindicar la otra. Al carecer de su ubicación justa en la ciudad, al no gozar de los derechos del ciudadano moderno, al no hallarse sometido sus deberes habituales, al no votar, ni Soportar el peso de asuntos comunes, no puede sentirse un verdadero ciudadano. A consecuencia de la colonización el colonizado no hace casi nunca la experiencia de la nacionalidad de la ciudadanía sino en forma privativa: Nacional y cívicamente, no es sino aquello que el colonizador no es. 

 

El niño colonizado 

 

Esta mutilación social e histórica es probablemente la más grave Y la más preñada de consecuencias. Contribuye a generar las carencias que presentan los otros aspectos de la vida del colonizado, y, por un efecto de retorno, frecuente en los procesos humanos, se ve alimentada por las demás debilidades del colonizado. 

 

Al no considerarse ciudadano, el colonizado pierde igualmente la esperanza de ver a su hijo convertido en tal. Muy pronto, renunciando a ello él mismo, no hace más proyectos al respecto, lo elimina de sus ambiciones paternales y no le deja ningún lugar en su pedagogía. En consecuencia, nada sugerirá al joven colonizado la confianza y el orgullo de su ciudadanía. No esperará de ella ventajas, ni estará preparado para asumir sus cargas. (Con seguridad menos le sugerirá su educación escolar, donde las alusiones a la ciudad, a la nación, etc., se darán siempre con referencia a la nación colonizadora.) Este hueco pedagógico, resultado de la carencia social, viene entonces a perpetuar esta misma carencia, que llega a ser una de las dimensiones esenciales del individuo colonizado. 

 

Más tarde, adolescente, apenas entrevé la salida a una situación familiar desastrosa: rebelión. El círculo está bien cerrado. La rebelión contra el padre y la familia es un acto sano e indispensable a su propio acabado; le permite comenzar la vida de hombre; nueva batalla feliz y desgraciada, pero en medio de los demás hombres. El conflicto intergeneracional puede y debe resolverse en el conflicto social; inversamente, es de este modo factor de movimiento y progreso. Las jóvenes generaciones encuentran en el movimiento colectivo la solución de sus dificultades, y al elegir el movimiento, lo aceleran. Pero aún es preciso que ese movimiento sea posible. Pues, ¿sobre qué vida, sobre qué dinámica social se desemboca aquí? La vida de la colonia esta coagulada; sus estructuras están encorsetadas y esclerosadas al mismo tiempo. Ningún nuevo rol se le ofrece al hombre joven, ni es posible ninguna invención. Es lo que el colonizador reconoce con un eufemismo que se ha vuelto clásico: proclama respetar los usos y costumbres del colonizado. Y ciertamente no puede sino respetarlos, aunque fuere a la fuerza. Siendo que todo cambio no puede hacerse sino contra la colonización, el colonizador es llevado a favorecer a los elementos más retrógrados. No es él el único responsable de esta momificación de la sociedad colonizada; es con relativa buena fe que sostiene que ella es independiente de su sola voluntad. Sin embargo, se deriva ampliamente de la situación colonial. Al no ser dueña de su destino, al no ser ya su propia legisladora, al no disponer de su organización, la sociedad colonizada ya no puede acordar sus instituciones a sus necesidades profundas. Pues son sus necesidades las que modelan el rostro institucional de toda sociedad normal, por lo menos relativamente. El rostro político y administrativo de Francia se ha transformado progresivamente a lo largo de os siglos bajo su presión constante. Pero si la discordancia se torna demasiado flagrante, e imposible de realizar la armonía con las formas legales existentes, se produce la revolución o la esclerosis. 

 

La sociedad colonizada es una sociedad malsana donde la dinámica interna no llega a desembocar en estructuras nuevas. Su rostro endurecido desde hace siglos no es más que una máscara, bajo la cual se ahoga y agoniza lentamente. Una sociedad tal, no puede resolver los conflictos intergeneracionales, pues no se deja transformar. La rebelión del adolescente colonizado, lejos de resolverse en movimiento, en progreso social, no puede sino hundirse en los pantanos de la sociedad colonizada. (A menos de que se trate de una rebelión absoluta, pero luego volveremos sobre este punto).

CONTINÚA...

Retrato del Colonizado - Parte 2 | https://ligadepatriotas.org/articulos/retrato-del-colonizado-parte-2.html

Retrato del Colonizado - Parte 3 | https://ligadepatriotas.org/articulos/retrato-del-colonizado-parte-3.html

 

Escrito por

Albert Memmi

Escritor tunecino, estudió Filosofía en Argel y París. Participó en la Segunda Guerra Mundial y fue encarcelado, dirigió en Túnez el Centro de Psicología del Niño. Fijó su residencia en Francia en 1956, después de la independencia de su país.


Video - Retrato del Colonizado de Albert Memmi

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