Retrato del Colonizado - Parte 3

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13 abril, 2019 Por Albert Memmi

3 - LAS DOS RESPUESTAS DEL COLONIZADO 

 

¡Ah! ¡No son nada bellos el cuerpo y la cara del colonizado! No es sin perjuicio que se sufre el peso de tamaña desgracia histórica. Si el rostro del colonizador es el rostro odioso del opresor, el de su víctima ciertamente no expresa la armonía y la calma. Según el mito colonialista el colonizado no existe, pero sin embargo es reconocible. Ser de opresión, es fatalmente un ser de carencia. 

 

¿Después de esto cómo puede creerse que pueda resignarse nunca? ¿Aceptar la relación colonial y esta cara de sufrimiento y desprecio que le asigna? Existe en todo colonizado una exigencia fundamental de cambio. Y debe ser inmenso el desconocimiento del hecho colonial o el enceguecimiento interesado como para ignorarla. Para afirmar, por ejemplo, que la reivindicación colonizada es producto de unos pocos: intelectuales o ambiciosos, de la decepción o el interés personal. Lindo ejemplo de proyección, dicho sea de paso: explicación del otro por el interés en quienes no se hallan motivados sino por el interés. En resumen, el rechazo del colonizado es considerado un fenómeno de superficie, en cuanto se deriva de la naturaleza misma de la situación colonial. 

 

El burgués sufre más el bilingüismo, es cierto; el intelectual vive más intensamente el desgarramiento cultural. El analfabeto en cambio, está emparedado en su lengua simplemente y rumia las migajas de la cultura oral. Aquéllos que comprenden su suerte, es cierto, se tornan impacientes y no soportan más la colonización. Pero se trata de los mejores, que sufren y se niegan: y ellos no hacen sino traducir la desgracia común, Si así no fuera, ¿por qué se los escucha tan pronto, se los entiende tan bien y se los obedece? 

 

Si se elige entender el hecho colonial, debe admitirse que es inestable, que SU equilibrio se halla amenazado sin cesar. La gente puede arreglarse en cualquier situación y el colonizado puede esperar vivir largo tiempo. Pero tarde o temprano con mayor o menor violencia, por todo el movimiento de su personalidad oprimida, un día comienza a rechazar su existencia imposible de vivir. 

 

Entonces intenta, sucesiva o paralelamente, las dos salidas históricamente posibles. Intenta ya sea convertirse en otro, ya reconquistar todas sus dimensiones que le fueron amputadas por la Colonización. 

 

El amor por el colonizador y el odio hacia sí mismo 

 

La primera tentativa del colonizado es cambiar de condición cambiando de piel. Un modelo tentador y muy próximo se le ofrece y se le impone: precisamente el del colonizador. Éste no sufre de ninguna de sus carencias, tiene todos los derechos, goza de todos los bienes y se beneficia con todos los prestigios; dispone de riquezas y honores, de la técnica y la autoridad. Finalmente, es el otro término de la comparación, el que aplasta al colonizado y lo mantiene en la servidumbre. La ambición primera del colonizado será igualar a ese modelo prestigioso, parecérsele hasta desaparecer en él. 

 

De este procedimiento, que en efecto supone la admiración por el colonizador, se ha deducido la aprobación de la colonización. Pero por una dialéctica evidente, en el momento en que el Colonizado transige en mayor medida con s suerte, se rechaza a sí mismo con mayor tenacidad. Es decir que rechaza, de otro modo, la situación colonial. El rechazo hacia sí y el amor por el otro son comunes a todo candidato a la asimilación. Y los dos componentes de esta tentativa de Liberación están estrechamente ligados: el amor por el colonizador se halla subtendido por un complejo de sentimientos que van desde la vergüenza hasta el odio por sí mismo. 

 

Lo extremo de esta sumisión al modelo es ya revelador. La mujer rubia, aunque fuera insípida y de rasgos comunes, parece superior a toda morena. Un producto que fabrica el colonizador, una promesa hecha por él, se reciben con confianza. Se copian estrechamente sus costumbres, sus vestidos, su alimentación, su arquitectura, aunque fueren inconvenientes para el lugar. El matrimonio mixto es el fin último de este impulso para los más audaces. 

 

Este arrebato hacia los valores colonizadores no sería tan sospechoso, sin embargo, si no comportase un reverso semejante. El colonizado no busca solamente enriquecerse con las virtudes del colonizador. En nombre de aquello en que desea convertirse, se encarniza en empobrecerse, en separarse con pesar de sí mismo. Volvemos a encontrar, bajo una forma diferente, un rasgo que ya señaláramos. El aplastamiento del colonizado está incluido entre los valores de la colonización. Cuando el colonizado adopta esos valores, adopta entre ellos su propia condena. Para liberarse —al menos así lo cree— acepta destruirse. El fenómeno es comparable a la negrofobia de los negros, o al’ antisemitismo de los judíos. Hay negras que se desesperan por desrizar sus cabellos, que vuelven a rizarse siempre, y torturan su piel por blanquearla un poco. Muchos judíos, si pudieran, se arrancarían el alma; esa alma de la que se les dice que es irremediablemente mala. Se le ha declarado al colonizado que su música es un maullido de gato; su pintura, jarabe azucarado. Él repite que su música es vulgar y su pintura repugnante. Y si a pesar de todo esta música lo conmueve, si lo emociona más que los sutiles ejercicios occidentales a los que halla fríos y complicados; si esa unisonancia de colores cantarinos y ligeramente ebrios regocija su vista, es contra su voluntad que esto sucede Se Indigna por esto contra sí mismo, lo oculta B los ojos de los extranjeros o afirma repugnancias tan fuertes que resultan cómicas. Las mujeres de la burguesía prefieren la alhaja mediocre proveniente de Europa a la joya más pura de su tradición. Y son los turistas los que se maravillan ante los productos del artesanado secular. Finalmente, negro, judío o colonizado, hay que parecerse cuanto sea posible al blanco, al no judío, al colonizador. Del mismo modo como mucha gente evita exhibir a sus parientes pobres, el colonizado enfermo de asimilación oculta su pasado, sus tradiciones, todas sus raíces por fin, que se han tornado infamantes.

 

Imposibilidades de la asimilación 

 

Esas convulsiones interiores y esas contorsiones hubieran podido hallar su ‘fin. Al cabo de un largo proceso, doloroso, y conflictual sin duda, el colonizado podría quizá haberse fundido en el seno de los colonizadores. No existen problemas en los que el desgaste de la historia no pueda llevar a cabo algo. Es cuestión de tiempo y de generaciones. A condición, sin embargo, de que no contengan datos contradictorios. Ahora bien: dentro del cuadro colonial, la asimilación se ha revelado imposible. 

 

El candidato a la asimilación llega casi siempre a cansarse del precio exorbitante que se le hace pagar y que nunca termina de saldar. También descubre con espanto todo el sentido de su tentativa. Es dramático el momento en que comprende que ha restablecido a su carao las acusaciones y condenas del colonizador,; que se acostumbra a mirar a los suyos con la mirada de su fiscal. Ellos no carecen de defectos ni son intachables, es cierto. Existen fundamentos objetivos para su impaciencia contra ellos y sus valores; casi todo en ellos está perimido, es ineficaz y ridículo. ¡Pero qué! ¡Son los suyos, es uno de ellos, nunca ha dejado de serlo! Esos ritmos en equilibrio desde hace siglos, esta alimentación que le llena tan bien la boca y el estomago son todavía los suyos, es él mismo. ¿Debe acaso, durante toda su vida, tener vergüenza de aquello que en él es lo más real? ¿De aquello que es lo único que no ha tomado en préstamo? ¿Debe acaso encarnizarse en negarse y, por lo demás, soportará hacerlo todos los días? Finalmente, su liberación, ¿debe pasar por una agresión sistemática contra sí mismo? 

 

Sin embargo, la imposibilidad mayor no se halla allí. Pronto la descubre: aunque consienta en todo, no será salvado. Para asimilarse no es suficiente despedirse del propio grupo, es preciso penetrar en otro: entonces encuentra el rechazo del colonizador. 

 

Al esfuerzo obstinado del colonizado por superar el desprecio (que merecen, como termina por admitir, su atraso, su debilidad, su alteridad), a su sumisión admirativa, su aplicada preocupación por confundirse con el colonizador, por vestirse como él, por hablar, conducirse como él hasta en sus tics y su manera de hacer la corte, el colonizador opone un segundo desprecio: la burla. Declara, y lo explica al colonizado, que esos esfuerzos son inútiles, que no gana con ellos sino un rasgo suplementario: el ridículo. Pues nunca jamás llegará a identificarse con él, ni siquiera a reproducir correctamente su papel. En el mejor de los casos, si no quiere herir demasiado al colonizado, el colonizador empleará toda su metafísica caracterológica. Los genios de los pueblos son incompatibles; cada gesto está sostenido por el alma entera, etcétera... Más brutalmente, dirá que ‘el colonizado no es sino un mono. Y cuanto más sutil es el mono, cuanto mejor imita, más se irrita el colonizador. Con esta atención y ese olfato aguzado que desarrolla la malevolencia, hallará la pista del matiz revelador, en el vestuario o en el lenguaje, la “falta de gusto” que termina siempre por descubrir. Raramente está bien sentado un hombre que cabalga entre dos culturas, en efecto, y el colonizado no siempre encuentra el tono exacto. 

 

Finalmente, todo está preparado para que el colonizado no pueda franquear el umbral, para que comprenda y admita que esta vía es un callejón sin salida y la asimilación imposible. 

 

Lo que torna bastante inútiles los lamentos de los humanistas metropolitanos, e injustos sus reproches dirigidos al colonizado: ¿Cómo se atreve éste a rehusar, se asombran, esta síntesis generosa en la cual —murmuran— no puede sino salir ganancioso? Es el colonizado el primero en desear la asimilación y es el colonizador quien se la niega. 

 

Hoy en día, cuando la colonización toca a su fin, tardías buenas voluntades se preguntan si la asimilación no ha sido la gran ocasión perdida por los colonizadores y las metrópolis. ¡Ah, si lo hubiéramos querido! ¿Ve usted, sueñan, una Francia de cien millones de franceses? No está prohibido y a menudo es consolador reimaginar la historia. A condición de descubrirle otro sentido, otra coherencia oculta. La asimilación, ¿podía tener éxito? 

 

Hubiera podido, quizás, en otros momentos de la historia del mundo. En las condiciones de la colonización contemporánea, parece que no. Quizá se trate de una desgracia histórica, quizá debamos lamentarlo todos juntos. Pero no sólo ha fracasado, sino que ha parecido imposible a .todos los interesados. 

 

En definitiva su fracaso no se debe solamente a los prejuicios del colonizador, no más que a los atrasos del colonizado. La asimilación, fracasada o realizada, no es cuestión de buen nos sentimientos o de psicología únicamente. Una serie bastante larga de felices coyunturas puede cambiar la suerte de un individuo. Algunos colonizados han tenido éxito prácticamente en desaparecer dentro del grupo colonizador. Frente a esto resulta claro que un drama colectivo nunca podrá extinguirse a golpes de soluciones individuales. El individuo desaparece en su descendencia y el drama del grupo continúa. Para que la asimilación de los colonizados tenga valor y sentido, haría falta que alcanzara a un pueblo entero, decir, que sea modificada toda la condición colonial. Ahora bien: como lo hemos mostrado suficientemente, la condición colonial no puede cambiarse sino por la supresión de la relación colonial. 

 

Volvemos a encontrar el vínculo fundamental que une a nuestros dos retratos, dinámicamente engranados uno al otro. Verificamos una vez más que es inútil pretender actuar sobre uno u otro sin actuar sobre ese vínculo, o sea, sobre la colonización. Decir que el colonizador podría o debería aceptar de buen grado la asimilación, y en consecuencia la emancipación del colonizado, es escamotear la relación colonial. O dar por sobreentendido que puede proceder por sí mismo a un trastrocamiento total de su estado: a la condena de los privilegios coloniales, de los derechos exorbitantes de los colonos y de los industriales, a pagar humanamente la mano de obra colonizada, a la promoción jurídica, administrativa y política de los colonizados, a la industrialización de la colonia... En resumen, al fin de la colonia como tal, al fin de la metrópoli como tal. Simplemente, se invita al colonizador a terminar consigo mismo. 

 

En las condiciones contemporáneas de la colonización, asimilación y colonización son términos contradictorios. 

 

La rebelión... 

 

¿Entonces, qué le queda por hacer al colonizado? Al no poder abandonar su condición de acuerdo y en comunión con el colonizador, intentará liberarse contra éste; se rebelará. 

 

Lejos de asombrarse con las rebeliones de los colonizados, uno debería estar sorprendido por el contrario, de que esas rebeliones no sean más frecuentes y más violentas. En realidad, el colonizador vela por eso,: esterilización continua de las élites, destrucción periódica do las que a posar de todo llegan a surgir, por medio de la corrupción o de la opresión policial; abortamiento por medio de la provocación de todo movimiento popular y su aplastamiento brutal y rápido. Hemos destacado también las hesitaciones del mismo colonizado, la insuficiencia y la ambigüedad de una agresividad de vencido que, a pesar de todo, admira a su vencedor, la esperanza tenaz durante largo tiempo de que la omnipotencia del colonizador pariría una bondad suprema. 

 

Pero la rebelión es la única a la situación colonial que no constituye una engañifa, y el colonizado termina por descubrirlo, tarde o temprano. Su condición es absoluta y reclama una solución absoluta, una ruptura y no un compromiso. Ha sido arrancado de su pasado y detenido en su Suturo, sus tradiciones agonizan y pierde la esperanza de adquirir una nueva cultura, carece de idioma, de bandera, de tecnología, de existencia nacional e internacional, de derechos, de deberes: no posee nada, no es ya nadie ni espera nada. Además, la solución se hace cada día más urgente, cada día, necesariamente, más radical. El mecanismo de anulación del colonizado, puesto en movimiento por el colonizador, no puede sino agravarse día a día. Cuanto más aumenta la opresión, más necesita justificarse el colonizador, para lo cual debe envilecer más al colonizado, lo que lo hace sentir más culpable, por lo que debe justificarse más, etc. ¿Cómo salir de esto sino por la ruptura, el estallido, cada día más explosivo, de ese círculo infernal? La situación colonia], por su propia fatalidad interior, llama a la rebelión. Pues la condición colonial no puede ser reparada; como a un cepo, no puede sino quebrársela. 

 

… Y el rechazo del colonizador 

 

Se asiste entonces a una inversión de los términos. Una vez abandonada la asimilación, la liberación del colonizado debe efectuarse por su autorreconquista y la adquisición de una dignidad autónoma. El impulso hacia el colonizador exigía, en su grado extremo, el rechazo de sí mismo; el rechazo del colonizador será el preludio indispensable a la recuperación de sí. Hay que desembarazarse de esta imagen acusadora y aniquiladora; hay que embestir de frente a la opresión, desde que es imposible contornearla. Después de haber sido rechazado por tanto tiempo por el colonizador, ha llegado el día en que es el colonizado quien rechaza a aquél. 

 

Sin embargo, esta inversión no es absoluta. No existe una voluntad sin reservas de asimilación y luego un repudio total del modelo. En lo más intenso de su rebelión el colonizado conserva lo que ha tomado prestado y las lecciones recibidas durante una cohabitación tan prolongada. Del mismo modo en que la sonrisa o los hábitos musculares de una vieja esposa, inclusive en trance de divorcio, recuerdan curiosamente a los del marido. De donde surge la paradoja (citada como prueba decisiva de su ingratitud): el colonizado reivindica, batiéndose en nombre de ellos, los mismos valores del colonizador, utiliza sus técnicas de pensamiento y sus métodos de combate. (Es preciso agregar que es el único lenguaje que entiende el colonizador.) 

 

Pero, de ahora en adelante, el colonizador se ha convertido sobre todo en negatividad, en tanto que era más bien positividad. Sobre todo, es decidido negatividad, por toda la actitud activa del colonizado. A cada instante es puesto en cuestión nuevamente, en su cultura y en su vida, y con él, todo lo que él representa, incluida por supuesto la metrópoli. Se sospecha de él, se lo contradice, se lo combate hasta en el más mínimo de sus actos. El colonizado comienza a preferir con rabia y ostentación los automóviles alemanes, las radios italianas y las heladeras norteamericanas; se privará del tabaco, si lleva la estampilla de la colonización. Son medios de presión y castigo económicos, es cierto, pero, al menos en la misma medida, ritos del sacrificio de la colonización. Hasta llegar a los días atroces en que el furor del colonizador y la exasperación del colonizado, culminando en odio, se descargan en locuras sanguinarias. Y luego recomienza la existencia cotidiana, un poco más dramatizada, un poco más irremediablemente contradictoria. 

 

Es dentro de este contexto donde debe reubicarse la xenofobia e inclusive cierto racismo del colonizado. 

 

Considerado en bloque como ellos, aquéllos o los otros, siendo diferente desde todo punto de vista, homogeneizado dentro de una radical heterogeneidad, el colonizado reacciona rechazarlo en bloque a todos los colonizadores. E inclusive, a veces, a todos os que se les parecen, a todo el que no es un oprimido como él. La distinción entre hecho e intención no tiene demasiada significación en la situación colonial. Para el colonizado, todos los europeos de las colonias son colonizadores de hecho. Y quiéranlo ellos o no, lo son por algún lado: por su situación económica de privilegiados, por su pertenencia al sistema político de la opresión, por su participación en un complejo afectivo negador del colonizado. Por otra parte, en último extremo, los europeos de Europa son colonizadores en potencia: les bastaría con desembarcar. Quizás inclusive saquen algún beneficio de la colonización. Son solidarios, o al menos cómplices inconscientes de esta gran agresión colectiva de Europa. Intencionalmente o no, contribuyen con todo su peso a perpetuar la opresión colonial. Finalmente, si la xenofobia y el racismo consisten en culpar globalmente a todo un grupo humano, en condenar a priori a cualquier individuo de ese grupo, adjudicándole un ser y un comportamiento irremediablemente fijo y nocivo, el colonizado es, en efecto, xenófobo y racista; ha llegado a serlo.

 

Todo racismo y toda xenofobia son mistificaciones de sí mismo y agresiones absurdas e injustas hacia los otros. Incluidos los que caracterizan al colonizado. Con mayor razón, desde que se extienden más allá de los colonizadores, a todo aquel que no es rigurosamente colonizado; hasta entregarse por ejemplo al regocijo por las desgracias de otro grupo humano porque no es un grupo esclavo. Pero se debe destacar al mismo tiempo que el racismo del colonizado es resultado de una mistificación más general: la mistificación colonialista 

 

Al ser considerado y tratado separadamente por el racismo colonialista, el colonizado termina por aceptarse como segregado, por aceptar esta división maniquea de la colonia y, por extensión, del mundo entero. Definitivamente excluido de una mitad del universo, ¿cómo no sospechar de ella que ratifica su condena? ¿Cómo no juzgarla y condenarla a su vez? En resumen, el racismo del colonizado no es ni biológico ni metafísico, sino social e histórico. No se halla basado en la creencia en la inferioridad del grupo detestado, sino sobre la convicción y en buena medida sobre la comprobación, de que ese grupo es definitivamente agresor y perjudicial. Más aún, si el racismo europeo moderno odia y desprecia más de lo que teme, el del colonizado teme y sigue admirando. En pocas palabras, no. es un racismo de agresión sino de defensa. 

 

De modo que debería ser relativamente fácil de templar. Las pocas voces europeas que se han elevado estos últimos años para negar esta exclusión, esta radical inhumanidad del colonizado, han hecho más que todas las buenas obras y toda la filantropía en las cuales la segregación se mantenía subyacente. Es por eso que puede sostenerse esta aparente enormidad: si la xenofobia y el racismo del colonizado contienen, seguramente un inmenso resentimiento y mas evidente negatividad, pueden ser el preludio de un movimiento positivo: la autorrecuperación del colonizado.

 

La afirmación de sí mismo

 

Pero al comienzo la reivindicación colonizada adopta este rostro diferencial y replegado en sí mismo: se halla estrechamente delimitada, condicionada por la situación colonial y las exigencias del colonizador. 

 

El colonizado se acepta y so afirma, se reivindica con pasión. Pero, ¿quién es? Con seguridad no el hombre en general, portador de los valores universales, comunes a todos los hombres. Precisamente ha sido excluido de esta universalidad, tanto en el pIano verbal cuanto en los hechos. Por el contrario, se ha investigado y endurecido hasta la sustantificación lo que lo diferencia de los demás hombres. Se le ha demostrado con orgullo que no podría nunca asimilarse a los otros; se lo ha empujado con desprecio hacia aquello que en él sería inasimjlable por los demás. Y bien, sea! Es, será, aquel hombre. La misma pasión que le hacía admirar y absorber Europa, lo hará afirmar sus diferencias, dado que esas diferencias, finalmente, lo constituyen, constituyen propiamente su esencia. 

 

Entonces el joven intelectual que había roto con la religión, al menos interiormente y comía durante el Ramadán, comienza a ayunar ostentosamente Él, que consideraba a los ritos como inevitables cargas familiares, los reintroduce en la vida social, les otorga un lugar en su concepción del mundo. Para utilizarlos mejor, reexplíca los mensajes olvidados, los adapta a las exigencias actuales. Descubre por lo demás que el hecho religioso no es sólo una tentativa de comunicación con lo invisible, sino un extraordinario lugar de comunión para el grupo entero. El colonizado, sus jefes y sus intelectuales, sus tradicionalistas y sus liberales, todas las clases sociales, pueden reencontrarse allí, resoldarse allí, ‘verificar y recrear su unidad. Es cierto que es considerable el riesgo de que el medio se torne en fin. Al acordar tanta atención a los viejos mitos, al rejuvenecerlos los revivifica peligrosamente. Reencuentran así una fuerza inesperada que los hace escapar de los designios limitados de los jefes coIonizados. Se asiste a un verdadero resurgir religioso. Sucede inclusive que el aprendiz de hechicero, intelectual o burgués liberal, para quien el laicismo parecía condición de todo progreso intelectual y social, retome el gusto por esas tradiciones desdeñadas que su máquina doblegaba... 

 

Todo esto, por lo demás, que parece tan importante a los ojos del observador externo, que quizá lo es para la salud general de un pueblo, es en el fondo secundario para el colonizado. De ahora en adelante ha descubierto el principio motor de su acción, el que ordena y valoriza a todo lo demás: se trata de afirmar a su pueblo y de afirmarse solidario con él. Ahora bien: su religión es evidentemente uno de los elementos constitutivos de ese pueblo. En Bandung, para incómodo asombro de los izquierdistas del mundo entero, uno de los dos principios fundamentales de la conferencia fue la religión. 

 

Del mismo modo, el colonizado no conocía su idioma sino bajo la forma de un habla indigente. Para salir de lo cotidiano y lo afectivo más elemental, debía dirigirse a la lengua del colonizador. Al regresar a un destino autónomo y separado, vuelve de inmediato a su propia lengua. Se le hace notar irónicamente que su vocabulario es limitado, su sintaxis bastardeada, que causaría risa oír un curso de matemática superior o de filosofía en ese idioma. Inclusive el colonizador de izquierda se sorprende por esta impaciencia, por este desafío inútil, finalmente más costoso para el colonizado que para el colonizador. ¿Por qué no seguir empleando las lenguas occidentales para describir los motores o enseñar lo abstracto? 

 

Allí de nuevo, existen para el colonizado de ahora en adelante cosas más urgentes que las matemáticas y la filosofía, e inclusive que la técnica. Es necesario restituir a ese movimiento de redescubrimiento de sí de todo un pueblo, la herramienta más apropiada, la que encuentra el camino más corto hacia su alma, porque le llega directamente. Y ese camino, sí, es el de las palabras de amor y de ternura, de cólera e indignación, las palabras que emplea el alfarero al hablar a sus cacharros y el zapatero a sus suelas. Más tarde la enseñanza, más tarde las letras y las ciencias. Ese pueblo ha aprendido suficientemente a esperar.. . ¿Y es acaso seguro, por lo demás, que ese idioma hoy balbuceante, no podrá abrirse y enriquecerse? Desde ya, gracias a él, descubre tesoros olvidados, entrevé una posible continuidad con un pasado no desdeñable. Vamos, ¡basta de dudas y medidas insuficientes! Por el contrario, hay que saber romper, hay que saber arremeter hacia adelante. Elegirá inclusive la mayor dificultad. Llegará hasta a prohibirse las comodidades suplementarias de la lengua Colonizadora; la reemplazará tan a menudo y tan rápidamente como pueda. Entre el habla Popular y la lengua culta, preferirá la culta, arriesgando con su impulso tornar más difícil la comunión buscada. Lo importante ahora es reconstruir a su pueblo, cualquiera fuere su naturaleza auténtica, rehacer su unidad, comunicarse con él y sentirse miembro de él. 

 

Cualquiera fuere el precio que debiera pagar por eso el colonizado, y contra los demás si fuere preciso. De este modo será nacionalista y no, con toda seguridad, internacionalista. Es claro que al hacerlo, arriesga volcarse en el exclusivismo y en el chauvinismo, contentarse con lo más limitado, oponer la solidaridad nacional a la solidaridad humana e inclusive la solidaridad étnica a la solidaridad nacional. Pero esperar del Colonizado, que ha sufrido tanto el no existir por sí mismo, que sea abierto al mundo, humanista e internacionalista, parece una ligereza cómica. Cuando todavía está ocupado en recobrarse, en mirarse con asombro, cuando aún reivindica apasionadamente su lengua.. . usando para ello la del colonizador.

 

Es notable por lo demás, que será tanto más ardiente en su afirmación cuanto más se haya alejado hacia el coloniza. dor. ¿Es acaso una coincidencia que tantos jefes colonizados hayan contraído matrimonios mixtos? ¿Que el líder tunecino Burguiba, los dos líderes argelinos Messali Hadj y Ferhat Abbas, que varios otros nacionalistas que han consagrado sus vidas a guiar a los suyos se hayan casado entre los colonizadores? Habiendo llevado adelante la experiencia del colonizador hasta sus límites vividos, hasta hallarla imposible de ser vivida, se han replegado a sus bases. Aquél que nunca ha dejado su país ni a los suyos, nunca sabrá hasta qué punto está ligado a ellos. Ahora ellos saben que su salvación coincide con la de su pueblo, que deben mantenerse lo más cerca posible de él y de sus tradiciones. No está prohibido agregar la necesidad de justificarse, de redimirse a través de una sumisión completa. 

 

Las ambigüedades de la afirmación de sí mismo

 

Pueden verse, al mismo tiempo que su necesidad, las ambigüedades que entraña esta auto-recuperación. Si bien la rebelión del colonizado es en sí misma una actitud clara, su contenido puede ser turbio: es que esa rebelión es el resultado inmediato de una situación poco límpida, la situación colonial. 

 

1 - Al recoger el desafío de la exclusión, el colonizado se acepta como segregado y diferente, pero su originalidad es la delimitada y definida por el colonizador. 

 

En consecuencia es religión y tradición, ineptitud para la técnica, una esencia particular llamada oriental, etcétera... Sí, eso está bien, conviene. Un autor negro se esforzó por explicarnos que la naturaleza de los negros, los suyos, no es compatible con la civilización mecanizada. Y se enorgullecía de ello. En resumen: sin duda provisoriamente, el colonizado admite que posee este rostro de si mismo propuesto e impuesto por el colonizador. Se recupera, pero continúa suscribiendo la mistificación colonizadora. 

 

Ciertamente que no es llevado a ello por Un proceso puramente ideológico; no es que sea sólo definido por el colonizador, sino que su Situación la hizo la Colonización. Es evidente que vuelve a hacer suyo a un pueblo carenciado, en su cuerpo y en su espíritu, en su tono. Regresa a una historia poco gloriosa y corroída por espantosos agujeros, a una cultura moribunda que pensaba abandonar, a tradiciones congeladas, a un idioma enmohecido La herencia que termina por aceptar está gravada por un pasivo que descorazonaría a cualquiera. Debe avalar los billetes y los pagarés, y los pagarés son numerosos e importantes Por otra parte, es un hecho que las instituciones de la Colonia no funcionan directamente para él. El sistema educativo no se dirige a él sino por carambola. Las rutas no le están abiertas sino porque son gratuitas. 

 

Pero le parece necesario para llegar hasta el fin de su rebelión, aceptar esas interdicciones y mutilaciones. Se prohibirá el empleo del idioma Colonizador, inclusive si todas las cerraduras del país funcionaran con esta llave; cambiará los tableros y los mojones indicadores en las rutas, aun siendo él el primer confundido Preferirá un largo período de errores pedagógicos a dejar en su lugar los cuadros escolares del colonizador Elegirá el desorden institucional para destruir más rápidamente las instituciones construidas por el colonizador. Hay en ello, es cierto, un impulso reactivo de profunda protesta. De este modo no deberá ya nada al colonizador, habrá roto definitivamente con él. Pero se trata también de la convicción confusa, y mistificadora de que todo eso pertenece al colonizador y no es adecuado para el colonizado: es exactamente lo que el Colonizador afirmó siempre. En pocas palabras: el Colonizado que se rebela comienza por aceptarse y quererse como negatividad. 

 

2 - Al tornarse esta negatividad un elemento esencial de su autorrecuperación y de su combate, la afirmará y glorificará hasta lo absoluto. No sólo aceptará sus arrugas y llagas, sino que las proclamará bellas. Al asegurarse de sí mismo, al proponerse al mundo tal como es de ahora en adelante, difícilmente puede al mismo tiempo proponer su propia crítica. Si bien sabe repudiar con violencia al colonizador y a la colonización, no parte de lo que es verdaderamente y de lo que ha adquirido desastrosamente en el curso de la colonización. Se propone íntegramente, se confirma globalmente, es decir, como ese colonizado que a pesar de todo ha llegado a ser. De un golpe, exactamente al revés de la acusación colonialista, el colonizado, su cultura, su país, todo lo que le pertenece, todo lo que lo representa, se torna perfecta positividad. 

 

En definitiva, vamos a encontrarnos frente a una contra- mitología. Al mito negativo, impuesto por el colonizador, sucede un mito positivo de sí mismo, propuesto por el colonizado. Del mismo modo que existe, según parece, un mito positivo del proletario, opuesto a su negativo. Si se escucha al colonizado, y a menudo a sus amigos, todo es bueno, todo debe conservarse, en sus costumbres y tradiciones, sus actos y proyectos; inclusive lo anacrónico o lo des-ordenado, lo inmoral o lo equivocado. Todo se justifica desde que todo se explica. 

 

La autoafirmación del colonizado, nacida de una protesta, continúa definiéndose con relación a ella. En plena rebelión, el colonizado sigue pensando, sintiendo y viviendo en contra de (y en consecuencia con relación a) la colonización y el colonizador. 

 

3 - El colonizado presiente todo eso, lo revela en su conducta, lo confiesa a veces. Al darse cuenta de que sus actitudes son esencialmente reactivas, comienzan a afectarlo la mayor parte de las inquietudes de la mala fe. 

 

Inseguro de sí mismo, se confía a la ebriedad del furor y de la violencia. Inseguro de la necesidad de ese regreso al pasado, lo reafirma agresivamente. Inseguro de poder convencer de ello a los demás, los provocas Provocativo y susceptible al mismo tiempo, de ahora en adelante hace alarde de sus diferencias, rehúsa dejarse olvidar como diferente y se indigna cuando se alude a ello. Sistemáticamente desconfiado, supone en su interlocutor intenciones hostiles, considerándolas ocultas si no están expresadas y reacciona en función de ellas. Exige de sus mejores amigos una aprobación sin límites, inclusive que se apruebe aquello de lo que él mismo duda y lo que condena. Frustrado por la historia durante tan largo tiempo, reclama ahora tanto más imperiosamente cuanto que permanece siempre inquieto. No sabe ya qué se debe a sí mismo y qué puede pedir, qué le deben los demás verdaderamente y qué debe pagar en cambio; en fin,, la medida exacta de todo comercio humano. Complica. y estropea a priori sus relaciones humanas a las que ya la historia ha tornado tan difíciles. “Ah!, ¡están enfermos! —escribía otro autor negro—, ¡están todos enfermos!” 

 

La dislocación interior

 

Tal el drama del hombre producto y víctima de la colonización: no alcanza casi nunca a coincidir consigo mismo. 

 

La pintura colonizada, por ejemplo, se balancea entre dos polos: de una sumisión a Europa, lindante con la impersonalidad por sus excesos, pasa a un regreso a los orígenes tan violento que resulta nocivo y estéticamente ilusorio. De hecho, no encuentra la adecuación, y la puesta en cuestión de sí mismo continúa. Tanto durante como antes de la rebelión, el colonizado no deja de tener en cuenta al colonizador, como modelo o antítesis. Continúa debatiéndose contra él. Estaba desgarrado entre lo que era y lo que hubiera querido ser, y lo vemos ahora desgarrado entre lo que hubiera querido ser y aquello en que se convierte. Pero persiste su dolorosa dislocación interna. 

 

Para ver la curación completa del colonizado es necesario que cese totalmente su alienación: es preciso esperar la desaparición completa de la colonización, es decir, incluido el período de la rebelión.

ENLACES A PARTES ANTERIORES

Retrato del Colonizado - Parte 1 |  https://ligadepatriotas.org/articulos/retrato-del-colonizado-parte-1.html
Retrato del Colonizado - Parte 2 | https://ligadepatriotas.org/articulos/retrato-del-colonizado-parte-2.html

 

Escrito por

Albert Memmi

Escritor tunecino, estudió Filosofía en Argel y París. Participó en la Segunda Guerra Mundial y fue encarcelado, dirigió en Túnez el Centro de Psicología del Niño. Fijó su residencia en Francia en 1956, después de la independencia de su país.


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